|
|||||||||||||||||||||
Para una poética del sentido: la figuralidad
|
|||||||||||||||||||||
La poesía […], sin embargo, seguirá siendo paradójicamente ruptura,
contracorriente, marginalidad, porque no puede en su arrojo esencial dejar de partir
o desbaratar los preceptos y las normas estereotipadas del lenguaje y de la
comunicación masiva.
Roberto Juarroz, Poesía y realidad
1. La especificidad del lenguaje poético
El término «poesía» gozó
en la antigüedad de un sentido inequívoco: designaba un género literario
caracterizado por el empleo del verso, forma de expresión determinada entonces
por una serie de rasgos constitutivos de naturaleza fónica (alternancia y
número de sílabas, homofonía en los finales, integración en estrofas, etcétera),
que la tradición agrupó bajo la noción de metro.
Así, para la poética clásica, la catalogación de un texto como prosa o poesía
dependía exclusivamente de un criterio de orden fónico, el cual era considerado decisivo frente a otras
características de orden gramatical –como las denominadas formas poéticas–, o
las propiamente estilísticas –como el uso de las figuras retóricas, de
importancia secundaria, no obligatorias ni determinantes en la configuración de
un poema–; «retórica» y «poética» eran disciplinas no sólo distintas sino
opuestas, y esta última designaba de manera exclusiva el conjunto de normas de
versificación. La presencia o ausencia de metro constituía así el factor
decisivo en la especificidad, hoy problemática, del lenguaje poético.
La introducción del verso libre –en América con Walt Whitman y en
Europa, con los simbolistas franceses– significó el debilitamiento gradual e
irreversible de los patrones métricos en la segunda mitad del siglo XIX, dando
paso así al nacimiento de una poesía liberada de tales dificultades pero aún
distinta de la prosa. Conceptos como los de «prosa poética» o «poema en prosa»
se nos han vuelto hoy familiares pero no por ello transparentes.
Es difícil precisar las razones que dieron origen a esta profunda
transformación de la literatura con la decadencia del sistema métrico y, en
consecuencia, de su estatuto como criterio distintivo. Sin embargo, la
disminución cada vez más notable de los medios auditivos en la transmisión de
las obras literarias es un factor que puede ayudarnos a explicar con cierta
suficiencia este hecho. Es sabido que en la antigüedad la poesía lírica estaba
asociada con el canto, que la épica era esencialmente narrada, e incluso la
lectura individual parece haber sido practicada en voz alta1. Si bien
la difusión oral de lo escrito se prolongó incluso después de la aparición de
la imprenta, la distribución masiva de los libros terminó imponiendo un modo visual de recepción; la literatura pasó
así de una existencia fónica a una
fundamentalmente gráfica. Ya en los
inicios de la modernidad, al mismo tiempo que comenzaba a debilitarse el
sistema clásico de versificación, poetas como Apollinaire o Mallarmé
emprendieron los primeros intentos de exploración sistemática del grafismo, un
recurso poético que requería necesariamente del espacio de la página para poder
ser realizado.
Tales modificaciones permitirían explicar, al menos en parte, no sólo la
progresiva decadencia del metro en la modernidad sino, al mismo tiempo, la
creciente manifestación de otros rasgos del lenguaje poético que conducirían al
trazo de una nueva delimitación entre prosa y poesía. Admitida la posibilidad
de un género liberado de los esquemas métricos, ¿cuál es entonces el criterio
que hoy permitiría definir y dar especificidad a lo poético? Si la palabra
«poesía» es aún portadora de un significado particular, es preciso que éste
implique la existencia de una propiedad invariable –algo idéntico– y común a cada uno de los textos que llamamos
«poemas». Es necesario además que dicha constante sea otra que la sola
inclusión –arbitraria, en tal caso– de tales textos dentro del conjunto-poesía.
El metro, según lo observado, desempeñó esa función distintiva durante la
antigüedad. Toca a la teoría de nueva cuenta volver a describir y explicar la
«esencia» de la poesía, esa propiedad subyacente a todo texto lírico que desde
ahora llamaremos poeticidad.
Con el declive del criterio fónico, las teorías modernas han tendido a
buscar la poeticidad de un texto en su significado.
En su conjunto, estas teorías han observado que lo característico de la poesía
no es un sentido cualitativamente distinto, sino sólo un acrecentamiento de sentido, una polisemia. La hipótesis
que intentaré sustentar a lo largo de estas páginas no rechaza esta idea, sólo
antepone a ella el postulado de una especificidad
semántica del discurso poético. Afirma, por tanto, la existencia de un sentido poético, reconociendo en él
además una manera original o innovadora de dar cuenta del mundo, de conocerlo;
en suma, de experimentarlo.
La transición de un criterio de orden fónico a uno semántico supone diversas complicaciones, pues la tarea destinada a una «semántica de la
expresión poética» evidentemente debe ser muy distinta de las que se asignaron
a los tratados de versificación en la antigüedad. Frente a una función
generalmente descriptiva del criterio fónico, basado en la consideración de
rasgos concretos y «mensurables» de un poema, una semiología literaria supone
un análisis organizado alrededor de la configuración y los efectos de sentido de un texto.
Tales rasgos, por otra parte, son de una sutileza tal que su codificación está
todavía lejos de alcanzar el rigor al que nos acostumbró la poética clásica,
pero ésta no tendría que ser una razón para considerar su análisis menos necesario.
En estas condiciones, y de la misma manera que la antigüedad apeló a elementos
como la distribución de los acentos, la rima o el número de sílabas, las nuevas
poéticas han debido recurrir con frecuencia a una «rehabilitación» del
repertorio de las figuras retóricas con el propósito de aproximarse a esto que
podríamos llamar una semántica del
lenguaje poético.
Hace falta observar todavía que no se trata del simple remplazo de un
criterio por otro a fin de poder hacer frente a las nuevas exigencias teóricas
planteadas por la poesía moderna. En esta transición del criterio distintivo,
de un nivel fónico a uno semántico, están implicados procesos de distinta
naturaleza y complejidad en los que resulta necesario detenerse para hacer
notar algunas particularidades.
He explicado de qué manera, para la poética clásica, la clasificación de
un texto como prosa o poesía estaba confinada a la presencia o ausencia de
elementos métricos. Sin embargo, en virtud de que los aspectos implicados por
una poética del sentido son de otra
naturaleza, su mecanismo debe mostrarse también sensiblemente diferente. No
debe tratarse ya, en consecuencia, de la ausencia o presencia de sentido, pues
el despliegue del lenguaje en general es simultáneamente despliegue de sentido,
sino de las particularidades de
aquello que con Jean Cohen podemos llamar forma
del sentido.2 Bajo esta perspectiva, diremos entonces que el
lenguaje poético adquiere su especificidad, al menos en un primer momento, de
sus modos de estructuración del sentido: la poesía puede pensarse así diferente de la prosa, en principio, por
la manera en que organiza y relaciona
los significados. Pero, ¿cuáles son las implicaciones de una poética así
constituida? ¿Cuáles son los elementos concretos que nos permitirían decidir si
un texto es prosa o poesía y hasta qué punto éstos son «cuantificables»? En
otras palabras: ¿cómo percibir que estamos frente a una forma poética del sentido?
2. Hacia una estructura del lenguaje poético
Una de las tesis que
más sistemática y rigurosamente se ha empeñado en dar respuesta a las
cuestiones planteadas es la de Jean Cohen, cuyo principio mayor es la
afirmación de que la poeticidad de un
mensaje depende de que lo atraviesen dos momentos, el primero de los cuales
puede ser descrito como desvío o desviación en relación con las normas
del lenguaje usual o prosaico, mientras que el segundo consiste en la reducción de esa desviación. Estos dos
tiempos son los mismos que constituyen el proceso de la figura. Se trata, pues,
de una teoría que define lo poético por la figuralidad.
La definición de la figura como desviación tiene su
origen en la retórica clásica. Aristóteles caracterizaba la metáfora como la
transposición de un nombre extraño,
«‘que designa otra cosa’, ‘que
pertenece a otra cosa’»3.
Y más adelante agregaba: «entiendo por voz extraña la palabra escogida, la
metáfora, el nombre alargado y de modo general todo cuanto vaya contra el uso corriente». En tanto sólo
es posible definir un término como «extraño» por oposición a otro que es
«ordinario», puede decirse entonces que un nombre extraño es aquél que está alejado, y por tanto desviado, del lenguaje usual. Este uso
ordinario de las palabras como punto de referencia anuncia ya, por cierto, una
teoría general de las desviaciones.
En efecto, la figura es desviación, pero no sólo desviación, pues ésta
es la parte negativa de un mecanismo cuyo complemento es positivo: la reducción de la desviación, noción que
Cohen ha introducido de manera decisiva en la teoría y a la que tendremos
oportunidad de volver más adelante.
Quedaríamos lejos de entender a Cohen, que abreva en gran medida de
Aristóteles, si no precisáramos que su postura respecto a la desviación es
todavía más radical. En él, este concepto se ajusta más a la idea de infracción que a la de desviación misma:
el lenguaje poético no sólo se desvía de la norma que supone la prosa, más bien la viola,
la transgrede. En palabras del mismo
Jean Cohen: «la poesía no es prosa más alguna otra cosa. Es la antiprosa»4. La desviación
poética adquiere así en esta teoría las dimensiones de una desviación absoluta.
No voy a ocuparme aquí de la definición estilística que Cohen hace de la
desviación, ni del enfoque estadístico que ocupa una parte considerable de su
trabajo, uno de cuyos objetivos primordiales es probar que la poesía está cada
vez más desviada y que, por esta razón, su evolución diacrónica va en dirección
de una poeticidad sin cesar creciente (al grado de afirmar que la estética
clásica es una estética «antipoética», mientras la poesía moderna, al
contrario, está cada vez más cerca de su «forma pura»), aspecto sobre el que ya
habrá tiempo de hacer algunas breves observaciones. Considero su teoría a partir del momento en
que la noción de desviación le permite:
1) distinguir, dentro del significado, una sustancia (la información producida) y una forma (el modo en que los
significados se relacionan en el discurso poético para producir dicha información);
2) hallar una estructura común,
profunda, a todas las figuras, detonante de un código de la desviación; y
3) caracterizar la reducción de la desviación como el segundo momento
del proceso figural, el momento del cambio
de sentido, abriendo de este modo la posibilidad a una definición positiva
de la figura.
Estos tres puntos no sólo sintetizan los aspectos más
significativos de la propuesta de Cohen, también representan tres estadios
diferentes y secuenciales de su teoría: mientras el primero localiza la especificidad de lo poético
en el plano del sentido, los dos últimos dan cuenta del proceso por el cual se
estructura dicho sentido en los distintos niveles del poema: la figura.
Este esquema posee una ventaja más, que es la de otorgar
un valor de eje conductor a la desviación, pues es ésta la que, al mismo tiempo
que permite caracterizar la forma del sentido en poesía, hace viable el cambio
semántico por mediación de la reducción.
Forma del sentido
La distinción entre forma y sustancia del contenido o significado, y forma y sustancia de la
expresión o significante, tomada de Louis Hjelmslev, le permite a Cohen hacer
la siguiente afirmación: la poesía es tal no por la sustancia del contenido,
sino por la forma de éste, por la manera en que el poeta estructura los significados en su discurso.
Consideremos dos expresiones como «cabellos rubios» y «cabellos de oro».
A primera vista, podría afirmarse que la información producida en ambas es la
misma, no obstante, entre ellas es posible establecer una diferencia: mientras
la primera es una expresión corriente del lenguaje cotidiano, la segunda –a
pesar del desgaste implicado por el lugar común– puede, en cierto grado,
relacionarse con la poesía, ya que se trata de una expresión figurada. Esto
querría decir que, al poseer las dos fórmulas idéntica sustancia de contenido,
la diferencia entre las dos radica en la relación de los significados entre sí.
En otras palabras, la relación es distinta según el significado «cabellos» vaya
seguido de la determinación «rubios» o «de oro». Además, es esa misma puesta en
relación la que permite que, en el primer caso, la frase no presente ninguna
complicación a la lectura (cabellos rubios), lo que no ocurre con la segunda
fórmula (cabellos de oro), donde la aparición de una predicación «extraña» o
hasta «inapropiada» para ese nombre –la desviación– nos obliga a dar un rodeo
para hacerla «legible» y comprender su sentido.
Dicho rodeo, por cierto, consiste en la negación del sentido literal que
la frase propone (cabellos de oro) y en la aceptación, en su lugar, de uno
connotativo o simbólico (cabellos rubios). Sólo así puede afirmarse que la
sustancia del significado permanece idéntica e inalterable en las dos frases.
Si traducir5 significa mantener la sustancia, es viable afirmar que
«cabellos rubios» es la traducción de «cabellos de oro», y que la expresión «de
oro» está en lugar de, o sustituye a «rubios». No lo es, en
cambio, si traducir implica conservar la forma. Puede traducirse un poema, dirá
Cohen, a condición de que se pierda su forma y, con ella, la poeticidad. Así
que un poema es ante todo forma; forma
desviada, por cierto.
De las reflexiones anteriores, que pueden ayudarnos a entender mejor la
noción de “forma del sentido” se desprende, por otro lado, la observación de
que, para Cohen, la figura –en virtud de que la sustancia del significado es
siempre traducible– posee un mero valor ornamental: su función es provocar un
“efecto subjetivo” en el receptor pero, en el fondo, no es productora de nuevas
informaciones –de nuevas sustancias– ya que, desde su punto de vista, no hay
nada que la poesía diga que no pueda decirse en prosa, aunque cada una, como
hemos visto, tenga su particular forma de hacerlo. Éste es un punto que
discutiré llegado el momento, pero conviene tenerlo en cuenta desde ahora.
Desviación
Y dado que las figuras
son la «esencia misma del arte poética»6, el trabajo de Cohen
consistirá en retomar el estudio de la antigua retórica ahí donde ésta se
detuvo –en la clasificación– con el propósito de encontrar una estructura común a todas las figuras,
esto es, una «forma de las formas».
Desde una perspectiva taxonómica, la retórica clásica funcionó a través
de un sistema diferencial en el que cada tropo estaba dotado de una
especificidad, de un operador poético propio que funcionaba por su cuenta. En
consecuencia, antes que hacer un sistema de formas correlativas, las figuras constituían un simple repertorio en el cual resultaba imposible establecer
interrelaciones; ello explicaría, al menos en parte, la progresiva decadencia a
la que se vio sometido el aparato retórico. Pero si es cierto que todas las
figuras persiguen un mismo efecto y que juntas constituyen los recursos de un
género literario, entonces es posible pensar en una naturaleza idéntica en todas
ellas. Éste es el mérito de la retórica moderna. Al buscar un operador general aplicable a todas las figuras, Cohen lleva a la poética estructural a
un grado superior de formalización. En otras palabras, la tarea que asume es la
de hallar el rasgo común, lo invariable, entre figuras aparentemente tan
disímiles como la metáfora, la rima o la inversión.
Bajo esta premisa, el análisis de Jean Cohen distingue niveles, funciones y operadores en
el lenguaje poético. Así, dentro del nivel fónico –el de la versificación–, se establecen dos funciones, una de contraste y otra de dicción, cuyos operadores son el metro y la rima,
respectivamente. La versificación emerge entonces como una desviación codificada respecto a la norma implicada por el lenguaje
prosaico desde dos ángulos: en primer lugar, tenemos el contraste de la pausa métrica en relación con la pausa sintáctica, ya que un verso es
fundamentalmente una unidad de sonido (aun
cuando no siga un patrón fijo de número de sílabas), pero muy raramente una unidad de sentido, al grado en que lo es
un enunciado en prosa. Este hecho queda bien ilustrado por un recurso poético
como el encabalgamiento, en el cual un verso se interrumpe de manera abrupta
para concluir su sentido hasta el verso siguiente. Si es verdad que, por su
reiteración de sonidos, el verso es versus,
o sea retorno, una de sus funciones
consistirá entonces en fracturar la linealidad de la frase que la sintaxis
procura garantizar, tendiendo así a la agramaticalidad. El verso rompe la
unidad entre sonido y sentido que la frase persigue: es la antifrase.
El operador mediante el cual es analizada la función de dicción –segunda
del nivel fónico– es el de las rimas no
categoriales. Éstas son aquellas que unen vocablos que pertenecen a
distintas clases morfológicas (ala-calla, por ejemplo, en el que un
sustantivo y un verbo son puestos en relación). Al hacerlo, la poesía aproxima,
por medio del sonido, dos términos distantes en su sentido. Ocurre ahí que lo
imposible semánticamente se vuelve posible fonéticamente por intervención de la
rima. Dentro de esta misma función de dicción podemos aludir también a la aliteración, cuya aproximación de
términos fonéticamente semejantes se presenta como una desviación en relación
con la norma de la prosa que, a la inversa, procura evitar la cercanía entre
palabras de pronunciación parecida. Así, lo que en poesía aparece como
aliteración, en prosa puede ser cacofonía.
El segundo nivel en el que se considera la desviación es
el semántico, esta vez tomando en
cuenta tres funciones: la predicación,
la determinación y la coordinación, a las cuales corresponden
tres operadores o desviaciones: el epíteto
impertinente, el epíteto redundante y la inconsecuencia, respectivamente.
La función de predicación es analizada desde el punto de vista de la pertinencia de los epítetos. El autor
recuerda que, en una frase, cada término está dotado de una función gramatical
determinada (sustantivo, adjetivo, verbo, etcétera), y que la regla exige que
cada uno de ellos sea capaz de desempeñar semánticamente esa función a fin de poder garantizar la inteligibilidad del enunciado.
Gramaticalidad, pues, entendida aquí en términos de pertinencia semántica. Ahora bien, como una frase puede violar una
regla gramatical general o una específica, un discurso es susceptible de ser
descrito en grados de gramaticalidad. Así, una frase como «Canta el esperar
irritable muere», es menos gramatical
que una del tipo «Los colores son pájaros paralelos». En el primer caso, cada
término aparece dotado de sentido, pero no ocurre lo mismo con el conjunto; en
el segundo, en cambio, tenemos una frase gramaticalmente correcta en la que
cada término desempeña su función (sujeto-cópula-predicado) y sin embargo no
por ello podemos decir que sea del todo inteligible.
Apoyado en estas consideraciones, Cohen afirma que el discurso de la
poesía es gramaticalmente inferior al
de la prosa. Para probarlo, somete a la observación el papel de los epítetos en
el discurso poético, demostrando que con frecuencia éstos son inaceptables en
su sentido literal y, por lo tanto, impertinentes. Son epítetos cuyo sentido
está lejos de realizar la función gramatical para la cual han sido convocados
dentro del enunciado. Tenemos así, por ejemplo, la expresión «cielo muerto», en la cual el epíteto,
aplicable sólo a los seres vivientes, es «incapaz» de realizar una función
predicativa en relación con el sustantivo. El lenguaje poético aparece así como
una desviación respecto a la prosa.
Según la función de determinación –la segunda del nivel
semántico–, al epíteto le corresponden dos tareas: una de localización y otra
de cuantificación, las cuales garantizan que éste no se aplique más que a una
parte de la extensión comprendida por el sujeto. La presencia del epíteto en la
expresión «caballos blancos» permite
identificar (determinar), dentro de la especie de los caballos, sólo a aquéllos
que son de dicho color, delimitando así el campo de aplicación del sustantivo.
Un epíteto incapaz de desempeñar esta función, por tanto, es un epíteto
redundante que abre paso a una desviación por indeterminación. Es el caso de la
expresión «elefantes rugosos», por
ejemplo. Jean Cohen observa que, en poesía, los epítetos tienden a ser de esta
naturaleza, violando así la regla según la cual un epíteto debe aportar una
información nueva al determinar a un sustantivo. La expresión «azul azulado»,
de Mallarmé, también es ejemplo de este fenómeno7.
El operador poético de la función de coordinación
–tercera del nivel semántico– es la inconsecuencia.
A diferencia de los otros operadores, éste nos remite al exterior de la frase,
es decir, al plano de la sucesión de los enunciados dentro del discurso. La
inconsecuencia se establece como una desviación de la exigencia de unidad
temática del discurso, la cual procura garantizar su coherencia y sentido
interno. Bien observada, remite a las reglas de pertinencia semántica de la
función predicativa, sólo que aquí ya no se trata de una relación entre un
nombre y su modificador, sino de una relación entre frases. Decimos entonces que una frase es impertinente
–inconsecuente– respecto a otra dentro del mismo discurso. Los casos en que se
presenta una combinación imprevista de lo físico y lo espiritual o las
enumeraciones arbitrarias son ejemplos de inconsecuencia. A manera de
ilustración, podemos citar estos dos versos de Vicente Huidobro: «Qué pequeño
es el mundo/ Cuán grande eres corazón»8.
Estas reflexiones sobre los niveles fónico y semántico nos conducirían a
advertir una organización peculiar de la relación sonido-sentido en un poema.
Mientras el sonido, a través de sus distintas desviaciones (rimas, acentos,
periodos rítmicos, aliteraciones), tiende a la repetición, a la circularidad, el sentido no deja de
fluir a pesar de todo, siguiendo una linealidad:
la linealidad del lenguaje. Todo ello querría decir que en un poema, a nivel
fónico y gracias al verso, no hay tanto un transcurrir como un retorno por lo que, «más que
un efecto de temporalización, el
sonido produce un efecto de espacialización»9. Adelantemos que éste es, por otro lado, el efecto al que toda figura
tiende en un discurso, pues es por ella que éste se convierte, digamos así, en
un objeto perceptible, en una forma.
Cohen analiza todavía un nivel más, éste de orden sintáctico. El operador poético elegido
aquí es la inversión, considerada
como una infracción a la regla –un tanto relativa, por otro lado–
correspondiente al orden de las palabras, según la cual lo determinado va antes que lo determinante, es decir, el
sujeto antes que el verbo, el verbo antes que el complemento, etcétera. Una vez
más, el autor recurre al epíteto para ilustrar este aspecto, afirmando que si
bien hay un número más o menos fijo y reducido de adjetivos que siempre se
anteponen, la lengua tiende en general a la posposición10. La
poesía, sin embargo, a través de la inversión, muestra exactamente lo
contrario; son abundantes los ejemplos de este fenómeno.
Al caracterizar cada figura como un operador, como una
infracción a la norma del lenguaje prosaico, Cohen eleva la taxonomía de la
retórica antigua a una teoría de las operaciones, llegando así a la descripción
de un código de la desviación que, en
sentido estricto, es un anticódigo.
La síntesis de esta propuesta puede representarse mediante el esquema siguiente:
La columna de las
funciones corresponde a las normas transgredidas de la prosa por los operadores poéticos o desviaciones, situados en la tercera
hilera. Según el tipo de infracción que presenten, bajo este código es posible
reorganizar, sistemáticamente y desde un punto de vista lingüístico, el
repertorio de figuras de la retórica clásica.
Es necesario observar que aun cuando esta teoría abarca los aspectos
fónicos y sintácticos de un poema, ambos están subordinados a un criterio
semántico. Todas las figuras aparecen como desviación en cuanto son analizadas
a partir de su relación con el sentido. Así, por ejemplo, el verso se
constituye como desvío por una relación interna de divergencia entre sonido y sentido. La estructura profunda común a todas las figuras es la desviación.
Reducción de la desviación
Con dar cuenta de la
desviación, sin embargo, aún no hemos llegado a la especificidad del fenómeno
poético; ésta es una condición necesaria pero no suficiente. A esta primera
regla metodológica le hace falta su complemento, esto que con Jean Cohen he
llamado la reducción de la desviación.
La consideración de este segundo tiempo como parte del proceso figural resulta
decisivo, pues nos conduce a esta precisión: toda figura es desviación, pero no
toda desviación es figura, lo que quiere decir que no basta con violar el
código para que un texto se constituya como poema. La desviación es la
condición negativa de un proceso cuya
finalidad es positiva. A la
destrucción del sentido operada por la desviación sucede una reconstrucción en
otro orden, de la cual no todas las desviaciones son productoras. ¿Cómo opera
entonces la reducción en las distintas figuras que conforman el código de
desviación antes analizado?
Hemos visto que el verso, en su estructura profunda, es
una figura semejante a las demás. La desviación en él consiste en una
discordancia entre la pausa métrica y la pausa sintáctica, ¿dónde encontramos
en él la reducción? Cohen se limita a apuntar que la divergencia entre metro y
sintaxis no ha dejado de acrecentarse desde el romanticismo, pero de la
reducción en el verso no encontramos nada explícito en su trabajo. Observa, no
obstante, que lo que impide que la figura fónica destruya el mensaje es la resistencia de la inteligibilidad. Se
trata de la presencia misma de la prosa en el núcleo del verso. Por lo tanto,
éste no es del todo retorno ya que, de lo contrario, no podría ser portador de
sentido; en tanto significa, continúa siendo lineal. Puede decirse incluso que en el seno del verso se establece
una tensión entre sonido y sentido, y
que es, al mismo tiempo, verso y
prosa. En consecuencia, lo que reduce la desviación fónica del verso es el
sentido mismo.
La reducción habrá que buscarla entonces esencialmente en
el plano semántico. Hay que recordar que la noción de desvío está basada en la
existencia de un código que regula la relación de los significados entre sí, es
decir, en una norma de gramaticalidad (entendida aquí en términos de
inteligibilidad), de la cual la prosa científica sería la mayor de sus
realizaciones11. Podemos encontrar así frases correctas según su
sintaxis pero incorrectas según su sentido. Hemos visto tres tipos de
desviaciones en este plano, falta ahora analizar cómo opera en ellas la
reducción.
Comencemos con la función predicativa. Una frase como
«hierba de esmeralda» nos presenta un
caso de predicación impertinente, del mismo tipo que «cabellos de oro». Para
mostrar cómo opera la reducción podemos recurrir a una descomposición de los
significados. Tenemos así que «esmeralda» equivale a «piedra + verde», fórmula
en la cual es posible observar que la impertinencia o incompatibilidad recae
únicamente sobre una de las unidades de significación del epíteto. Entre
«hierba» y «esmeralda» se restablece la pertinencia a partir de un rasgo
compartido: el del color. Así, lo que comprendemos, es «hierba de esmeralda en tanto verde» y no «en tanto piedra». Por lo tanto, es
posible afirmar que «esmeralda» aparece en el enunciado en lugar de «verde»; pero habría que decir que ése es, en realidad,
un sentido que sólo podemos restituir por la lectura y que la figura ha eclipsado. Lo que el poeta ha querido
decir –y por eso ha dicho efectivamente– es «hierba de esmeralda»,
enseñándonos así que podemos ver la «hierba» no sólo en tanto verde, sino también como de esmeralda, e instaurando así un nuevo
modo de legibilidad sobre un aspecto del mundo. De esta idea denotativa de la
poesía (productora no sólo de nuevas formas del sentido sino también de nuevas
sustancias, esto es, de nuevas informaciones), sin embargo, se aparta Cohen al
afirmar que una frase como «hierba de esmeralda» sólo es capaz de significar si remplazamos la predicación y leemos
«hierba verde».
En la expresión que acabamos de analizar hemos anticipado
ya la cuestión de la metáfora, a la que Jean Cohen, por cierto, sitúa como una
desviación de la función de predicación. He reservado su análisis hasta este
momento por la complejidad que la figura plantea. De hecho, la metáfora no es
desviación propiamente, sino reducción de la desviación.
Consideremos una expresión como «La
noche, sombrero de todos los días»12. Existe en ella una
impertinencia, pues la noche, lógicamente, no
es un sombrero. Sin embargo, al afirmar lo contrario, ¿no está inaugurando
la metáfora un nuevo sentido que, precisamente, debilita la anomalía? Se trata,
en realidad, de un mismo hecho –el enunciado– focalizado desde dos puntos de
vista. Hay desviación en él si nos atenemos al sentido habitual (prosaico) de
cada una de las palabras, según el cual una «noche» no puede ser «un sombrero».
La desviación aparece como reducción, no obstante, si aceptamos la innovación
que la metáfora, en tanto enunciado,
nos propone13. A diferencia de lo que sucede con el resto de las
desviaciones que hemos analizado, aquí la reducción está en el enunciado mismo: es el enunciado mismo. ¿No podría
afirmarse de hecho que, gracias a la metáfora, cada palabra ha expandido ahí su
poder de significación? Tenemos entonces que, la noche, siendo noche, ahora es también «sombrero de todos los días».
Sin embargo, al otorgar un nuevo sentido a las palabras, la metáfora
está «violando» a su vez el código de la lengua como sistema. Observamos
entonces dos desviaciones complementarias: una a nivel sintagmático –la
impertinencia activada por una palabra–, que la metáfora reduce, y otra a nivel
paradigmático: la metáfora misma. La metáfora es reducción en el sintagma (el enunciado) pero violación en el paradigma (la lengua). Cohen no llega, sin embargo,
a una reflexión que me parece fundamental: esta violación debe concebirse aquí
como una transformación y no como una destrucción o desestructuración del sentido, como ocurre con el resto de las
desviaciones que hemos analizado (sintagmáticas). Sutil y al mismo tiempo
decisiva diferencia, pues gracias a ella es posible afirmar que, a través del
enunciado metafórico, la poesía no viola, sino que transforma auténticamente el código de la lengua.
En la fórmula «elefantes rugosos», tenemos un caso de
epíteto redundante, el cual, al hacer la parte igual al todo, deja de cumplir
su función determinativa convirtiéndose de este modo en una infracción a la
norma. Sin embargo, si cambiamos la función de epíteto por la de predicado, en
virtud de que todo epíteto ejerce una función predicativa respecto a un
sustantivo, tendremos entonces la frase «los elefantes son rugosos», en la cual ya no hay desviación. En otro caso, la
redundancia que caracteriza a una expresión como «azul azulado» se desvanece si
damos a «azulado» un sentido que ya no sea el del código (el del color),
asociándolo, por ejemplo, con algún estado de ánimo (como el de «tranquilidad»
que la psicología le ha otorgado por simbolización). Hay que decir, sin
embargo, que esta asociación depende de una determinada operación de lectura y
no de lo propuesto explícitamente por la frase.
Respecto a la inconsecuencia como desviación de la
función de coordinación, la reducción residirá en el descubrimiento de una
homogeneidad o unidad temática en los términos heterogéneos que el discurso ha
aproximado. Con frecuencia, éste es el papel jugado por el título en un texto.
Puede deducirse también que, para el caso de la inversión, bastará con devolver
el epíteto a su posición «normal» para que la desviación desaparezca.
La noción de reducción es una de las contribuciones decisivas de Cohen
dentro de la teoría de la desviación, ya que permite trascender una primera
caracterización del lenguaje poético como lenguaje «anómalo». El concepto
permite incluso al autor delimitar el campo de acción de la figura al hacer
posible la distinción entre una frase
absurda y una frase poética14. Si bien las dos se caracterizan por
ser portadoras de una impertinencia, sólo en la segunda ésta es reductible. El
desvío ejerce una función poética únicamente en la medida en que abre la
posibilidad a su reducción.
Por otra parte, se habrá observado ya que para Cohen la reducción
implica necesariamente un cambio de sentido por remplazo de términos y que, con excepción de la metáfora –donde
ella misma se constituye explícitamente como
el cambio de sentido– éste depende de un acto –y sobre todo de una actitud– de lectura, del «encuentro
de la ‘desviación’ con una ‘sensibilidad’».15 Si por la
desviación el sentido se pierde, por la reducción es recuperado, aunque «éste no sale intacto de la operación».16
Esto que la desviación destruye es un sentido denotativo, mientras que lo recuperado por la reducción es un
sentido connotativo. Así, en la
teoría de Cohen, reducción equivale a connotación. El cambio de sentido al que
conduce el proceso figural, entonces, no es sino un pasaje de la denotación a la connotación. Hay que observar aquí, no obstante, que la reducción
es posible sólo porque la desviación no destruye por completo el sentido: una frase
desviada sigue significando en tanto connota. Tenemos así que el sentido
bloqueado a nivel denotativo por la sinestesia «azules ángelus», se vuelve a poner en marcha a nivel connotativo
como «pacíficos ángelus», ya que
«azul» puede ser remplazado, gracias
a una asociación psicológica, por términos como «paz» o «tranquilidad». Sin
embargo, con dicha sustitución, ¿no estamos ya en el dominio de la prosa? Para
Cohen, evidentemente, una frase poética es incapaz de significar por sí misma:
el sentido en ella sólo es posible en la medida en que nos devuelve a la prosa
por medio de la connotación. Es preciso observar además que esta relación
establecida entre ambos sentidos (azules-pacíficos) es dependiente de una
actividad de lectura y que, por tal razón, las asociaciones connotativas pueden
llegar a ser infinitas.
Dos expresiones como «planta
hortense liliácea» y «redonda rosa de
agua»17 designan un mismo objeto: la cebolla. La diferencia
radica en el hecho de que, en el primer caso, «cebolla» está referida por
denotación –esto es, explícitamente–, mientras que en la segunda fórmula sólo
aparece connotada, lo cual quiere decir que para que dicha frase remita a
«cebolla» no debe leerse literalmente. Pero si la finalidad es apuntar tanto a
un mismo significado como a una misma referencia u objeto, ¿por qué ese rodeo
en el caso de la figura? Cohen alude a un sentido
prosaico (denotativo) en la primera fórmula y a un sentido poético (connotativo) en la segunda. Tal distinción está
determinada por el «efecto subjetivo» experimentado por el receptor. Ello
querría decir que la función de cada frase es distinta en cada caso. Mientras
la primera fórmula cumple una función intelectual o cognitiva, la segunda ejerce una afectiva o emotiva. El lenguaje poético destruye el sentido nocional, por lo
tanto, sólo para acceder a uno emocional. La prosa es denotativa; la poesía es
connotativa.
La distinción es tajante en Cohen. Un mensaje para él no puede ser
simultáneamente denotativo y connotativo. Connotación y denotación son
antagonistas: para que una surja es necesario que la otra desaparezca. Nos
encontramos aquí una vez más con el presupuesto de que la poesía es incapaz de
denotar y, por lo tanto, de producir nuevos significados o conocimientos sobre
el mundo. La poesía, según Cohen, dice lo mismo que la prosa pero con una
finalidad emotiva. El análisis de la reducción no atañe entonces a la
lingüística exclusivamente, sino a la psicolingüística y, por esta razón, no
puede ser tan minucioso como el de la desviación. Afirmaciones discutibles, es
cierto, que habrá que enfrentar más adelante.
3. Desviación y reducción: algunas notas críticas como
apología del sentido poético
Debemos a Jean Cohen
uno de los desarrollos más sistemáticos e incisivos de la hipótesis de que la poesía
puede definirse, al menos en un primer momento, como lenguaje anómalo o desviado. Hay que acotar, sin embargo, que este trabajo fue
recibido con poco entusiasmo y, en algunos casos, llegó a ser blanco de duras
críticas. Ello se debe en alguna medida a las detracciones de las que
históricamente ha sido objeto la noción de desviación como característica
distintiva de la figura, pues se ha visto ya el papel decisivo que ésta tiene
en el trabajo de Cohen, quien llega incluso a una descripción de lo que con
Martínez Bonati podemos llamar un «sistema
de normas de anomalías».18
Por otro lado están, además, las implicaciones propias de esta teoría,
demasiado problemáticas para algunos no sólo por el matiz que en ella adquiere
el concepto de desvío –lo mismo que otros términos–, sino por algunos de sus
procedimientos metodológicos cuyas inconsistencias resultan evidentes en
determinados puntos. El largo análisis que el autor dedica a la desviación
(seis de siete capítulos), por ejemplo, tiende a oscurecer la tesis principal
de que no basta con la desviación para que un mensaje se constituya como
poético, conduciéndonos a pensar con frecuencia que, a pesar de sus
afirmaciones, la desviación constituye el momento decisivo. En esta misma línea
también puede mencionarse el criterio que rige la comparación estadística. A
partir de ésta, Cohen demuestra que la poesía moderna presenta un grado mayor
de desviación en relación con la poesía clásica; pero si la desviación no
define lo poético, ¿por qué concluye entonces que la poesía moderna, por estar
cada vez más desviada, está más cerca de su forma pura? Otro punto son las
evidentes inconsistencias en la selección de autores por cada movimiento
poético.19 ¿No resulta previsible el resultado de su comparación al
poner juntos a Racine, Moliére y Corneille, como representantes de la poesía
clásica, frente a Mallarmé, Baudelaire y Rimbaud, representantes del
simbolismo?20
No me detendré, sin embargo, en la consideración de tales debilidades
metodológicas, ya que ellas en realidad sólo tienen incidencia en el plano
comparativo diacrónico de su propuesta y no en el sistema conceptual –que
constituye el centro de mi interés–. En este sentido, convendría retomar
algunos de los cuestionamientos a los cuales han debido enfrentarse ciertas
nociones desarrolladas por esta teoría, a fin de poder establecer sus alcances
y limitaciones en el marco del discurso poético y su análisis.
El primer aspecto sometido a discusión será el concepto de desvío. Hemos visto que la definición de
la figura como desviación tiene sus orígenes en Aristóteles, quien caracterizó
la metáfora, junto a otros usos del lenguaje, como una desviación respecto a la
norma del «sentido corriente» de las palabras. Las teorías actuales no han
hecho sino afinar esta primera definición. Así, la desviación sólo puede
concebirse como lo no usual, lo no corriente, lo no normal. Pero definir un término mediante tres negaciones no es
decir lo que éste es sino lo que no es,
y he aquí una de las principales objeciones a la desviación como rasgo
distintivo de la figura: la de no poder otorgarle más que una significación
negativa.
Ciertamente, desde el punto de vista de la teoría del desvío, la poesía
se concibe como un lenguaje anómalo.
A pesar de la pertinencia de esta refutación, resulta imposible dejar de
percibir en ella cierto prejuicio. En efecto, la poesía sólo aparece como
desestructuración si es comparada con otra estructura vinculada a una función
específica. En Cohen, dicha estructura es la del discurso científico. Si atendemos
a Tzvetan Todorov21 cuando nos dice que las reglas de la lengua
pueden aplicarse a todos los discursos, pero que las reglas de un discurso sólo
son aplicables a él, ¿qué sentido tiene decir, entonces, que la poesía es desviación de la prosa? ¿No es tautológico?
¿No es tanto como decir que las sillas son «mesas desviadas»?
Es mérito de Cohen, sin embargo, haber advertido que la desviación no es
suficiente, concediéndole así únicamente un valor
instrumental, negativo, es cierto, pero detonante de un segundo momento,
esta vez positivo y explicativo de la
poesía: la reducción. La desviación, por tanto, no define a la poesía, sólo la describe,
y es en esa capacidad descriptiva que encuentra y justifica su validez
operatoria.
La desviación necesita, por lo tanto, de un punto de referencia para
constituirse como tal. Las figuras son desviaciones, decimos, ¿desviaciones de qué? De una norma. Pero, ¿es ésta lo suficientemente estable como para que una
figura, respecto de ella, sea percibida como una desviación? Pues bien, la
figura ha sido definida tradicionalmente por la retórica como desviación en
relación con el uso. Después de
Aristóteles, tanto César Dumarsais como Pierre Fontanier –de quienes abrevan
los retóricos modernos, entre ellos Cohen– han caracterizado las figuras como
maneras de hablar «alejadas» de aquèllas que son ordinarias o naturales. Ahora
bien, entre estas «maneras de hablar» están las que afectan al sentido –los tropos–, y las que no –los no-tropos–. Bajo esta perspectiva, la
tropología sería entonces la parte propiamente semántica de la teoría de las
figuras, aquélla que daría cuenta de los fenómenos de polisemia, de la relación
entre los diversos significados de un mismo significante. La relación
jerárquica entre estos significados es, por cierto, la que da origen a la
distinción entre sentido propio (ordinario) y sentido figurado (desviado).
Para Dumarsais esta oposición tiene exclusivamente un alcance diacrónico: sentido propio u ordinario,
para él, equivale a significado «primitivo»
o «etimológico»22. La
palabra «hoja» en «hoja de papel» tiene, por tanto, un sentido figurado, ya que
el término designó originalmente a la «hoja del árbol». En Dumarsais, por
consecuencia, el uso no funciona plenamente como criterio ya que, en el ejemplo
citado, tanto el sentido propio como el figurado son absolutamente usuales. Lo
que sorprende es que conceda a los tropos un efecto particular, afirmando que
éstos vuelven a las palabras «más vivas». Evidentemente, ello no ocurre así en
el caso de «hoja de papel». Ésta es precisamente la perspectiva adoptada por
quienes rechazan la idea de que la poesía pueda definirse por la figuralidad,
al observar que, en realidad, todo el
lenguaje está plagado de figuras y que lo raro más bien sería encontrarse con
uno que no las tuviera. Pero un punto de vista histórico no es lingüísticamente
pertinente, pues ya Todorov nos ha hecho ver que «si diacrónicamente todo el lenguaje es metafórico, sincrónicamente sólo
lo es una de sus partes».23
El punto de vista adoptado por Fontanier, en cambio, es sincrónico. Una palabra puede ser tomada
en una de sus significaciones habituales, sea ésta primitiva o no, hablaremos
entonces de sentido propio; pero puede ser usada también en una significación
que le es prestada sólo por un momento,
y se tratará entonces de un sentido
desviado o figurado. Desviación,
por tanto, respecto al uso, entendido
éste como la frecuencia de empleo en un estado de lengua dado. Para Fontanier,
una vez que un sentido ha caído en el uso, pierde, por esa misma razón, su
cualidad de figura. Entonces, ¿cómo explicar la contradicción que bajo esta
perspectiva implica el concepto «figura de uso»? ¿Por qué el mismo Fontanier en su tratado adopta la distinción
entre «figuras de uso» y «figuras de invención»?24 Incluso Cohen
rechaza este término, observando que, puesto que la figura es desvío, la
expresión «figura de uso» constituye una contradicción de términos, pues lo
usual es la negación misma del desvío.
En realidad, no es por el uso que una figura deja de percibirse como
tal, sino por la desaparición del
término propio. Por más gastada que resulte una expresión como «cabellos de
oro», no dejará de percibirse como figura (figura-cliché o figura muerta si
se quiere, pero figura al fin) mientras pueda oponerse a «cabellos rubios».
Fontanier, un tanto inconsecuente, rectificó este aspecto al subordinar el
criterio figurado/usual, adoptado en un principio, al de figurado/literal, el
cual le permitió incluir finalmente las figuras de uso dentro de su tropología.
Una expresión, aun corriente y familiar, puede mantenerse como figura si
ha sido elegida libremente frente a otra cuyo sentido es literal. Elegimos decir «cabellos de oro» cuando
lo necesario hubiera sido decir
«cabellos rubios». No sucede de este modo, en cambio, con expresiones como «alas de avión», donde, a falta de un
término propio para tal objeto, tenemos que recurrir inevitablemente al tropo; usual, sí, pero también el único disponible. Se trata de la catacresis. Percibimos el desvío porque,
en efecto, no es éste el primer sentido del término «ala», pero la figura se
anula porque no hay un sentido propio, literal, al cual pueda oponerse en la
designación del objeto. Así, finalmente, dentro de las figuras de uso, sólo la catacresis quedaría descartada como
auténtico tropo.25
En el otro extremo se ubican las figuras
de invención, en las que, como bien observa Fontanier, «permanece siempre una suerte de propiedad
particular, la propiedad particular del autor».26 Por esta razón
no podemos servirnos de ellas a menos que sea a título de préstamo o cita. Se
ve entonces que, dentro de esta perspectiva sincrónica, los tropos de invención
designan, por su carácter irrepetible, esto que podríamos llamar un «punto
máximo» de sincronicidad. Puede decirse además que, mientras las figuras de uso
forman parte del acervo de la lengua,
sin que muchas veces podamos dar cuenta de cómo y cuándo las aprendimos, las
figuras de invención son, de cierto modo, auténticos actos de habla situados por única vez «aquí» y
«ahora», de las cuales Ricoeur nos dice que son metáforas vivas: acontecimiento y sentido al mismo tiempo. En
efecto, todo lenguaje está plagado de figuras, pero sólo en la poesía
encontramos figuras de invención. Esta observación incluso reforzaría la
concepción de la figura poética como desviación pues al ser única no sólo
innova el sentido, sino que se aleja así de todos los usos dados a las palabras hasta antes del momento de su
emergencia.
Podemos concluir así que entre figura de uso y figura de invención la
diferencia no es propiamente de naturaleza sino de grado de desvío, determinado por la frecuencia del uso. Diremos
entonces que a mayor uso, menor grado de desviación; y a la inversa: a menor
uso, mayor grado de desviación. Ésta es una idea fundamental en Fontanier, ya
que resuelve la problemática planteada por la figura de uso y permite, al mismo
tiempo, concebir una variación ordinal de la figuralidad, ya presente, por otro
lado, en su definición liminar de las figuras como formas por las que «el discurso se aleja más o menos de lo que habría sido la expresión simple y
común».27
La tropología de Fontanier se muestra así mucho más compleja y funcional
que la propuesta por Dumarsais, quien se conforma con la dicotomía sentido
propio/sentido figurado, cuyas implicaciones etimológicas, poco pertinentes
para el análisis del lenguaje poético, ya he expuesto. Resta todavía una
precisión más, de importancia cardinal, puesto que toca a una articulación de
base de la retórica tradicional a la que se adscribe Fontanier: la distinción
entre tropos y no-tropos.
La retórica, en efecto, ha distinguido dos tipos de figuras, según
impliquen un cambio de sentido (tropos),
o no (no-tropos). Esta dualidad ha sido introducida en la teoría mediante la
oposición entre desvío paradigmático y desvío sintagmático,
respectivamente. Así, las figuras en las que se produce un cambio de sentido se definen como desviaciones paradigmáticas
(tropos), mientras las que sólo presentan una incompatibilidad de sentidos son concebidas como desviaciones
sintagmáticas (no-tropos). La distinción es falsa, puesto que todo desvío,
entendido como impertinencia, como desestructuración de la inteligibilidad, no
puede ser sino sintagmático.28 Lo que la retórica ha definido como
tropo o desvío paradigmático con la metáfora no es desviación en sentido
estricto, como ya hemos visto, sino reducción de la desviación: cambio e
innovación de sentido. De hecho, toda figura comporta un proceso de dos
tiempos, el primero de los cuales es la anomalía y el segundo su corrección.
Para que haya cambio de sentido antes debe haber una incompatibilidad en los
términos que el enunciado aproxima, en el sintagma. Toda figura comporta una
desviación y un cambio de sentido. La teoría de los tropos ha descuidado el
primero, mientras que la teoría de los no-tropos ha obviado el segundo. Todo
no-tropo implica un tropo porque toda desviación exige su reducción; y, a su
vez, el tropo sólo puede motivar un cambio de sentido por la presencia previa
de una anomalía en el enunciado.
Consideremos dos frases: «reparar la irreparable ofensa de los años» y
«cebolla, redonda rosa de agua». Se trata, en el primer caso, de un oxímoron o
paradojismo. La desviación se presenta a nivel de sintagma porque entre
«reparar» e «irreparable» hay una incompatibilidad semántica –una
contradicción– que reducimos interpretando (remplazando) «reparar» como «intentar reparar». De modo que aquí también es posible observar un cambio de sentido,
con la salvedad de que éste es producto aquí de una actitud de lectura, de una búsqueda nuestra en el paradigma para
intentar «recuperar» o «restablecer» una inteligibilidad que la frase
literalmente no tiene: se produce así la reducción como resultado de un acto en
el que nuestra sensibilidad participa activamente.
El caso de la metáfora, lo hemos visto, tiene implicaciones especiales.
Puede entenderse como desvío paradigmático, pero sólo en un segundo tiempo y
gracias a la existencia previa de un
desvío sintagmático, como el que comporta el enunciado «cebolla, redonda rosa
de agua». Hay aquí una anomalía puesto que, evidentemente, una cebolla no es una rosa. Sin embargo, la metáfora
–que es el enunciado en sí–, al transponer ambos términos, ¿no está dotándolos,
precisamente, de una nueva significación que se suma a la que éstos ya tienen?
El cambio de sentido se encuentra aquí explícito y no depende de una asociación paradigmática como ocurría en el caso del
paradojismo. La metáfora nos enseña así que una cebolla, siendo cebolla, puede ser también «una redonda rosa de agua».
Sólo entonces es posible concebir la metáfora como desvío paradigmático, a
condición de entender aquí el «desvío» no como destrucción del sentido sino
como su auténtica transformación. La
poesía, por medio de la metáfora, nos recuerda que un objeto siempre puede ser visto como otro y que, por lo tanto, «una
cosa, sin dejar de ser ella misma, puede también ser otra y al mismo tiempo
otra».29
Por vía de la metáfora, el lenguaje poético trasciende sus propios límites al incidir no sólo en la innovación
de la lengua misma, sino en nuestra percepción de la realidad: la poesía, por
el lenguaje, pone ante nuestros ojos una realidad que antes no estaba, inaugurando así su propia referencia. Es esta
capacidad de la figura de producir nuevos significados y nuevas referencias, de
conjuntar sensibilidad e inteligibilidad, la que Jean Cohen rechaza y que
quisiera ahora retomar al menos brevemente como segundo aspecto de esta
discusión.
Al introducir la noción de reducción de desviación, Cohen abre la
posibilidad a una explicación positiva de la figura, lo cual es mérito
indiscutible de su teoría. No obstante, he observado ya de qué manera, en su trabajo,
la reducción conduce a una explicación necesariamente «emocional»: reducción es connotación y ésta sólo puede tener
lugar en el paradigma. Es en el eje paradigmático donde buscamos un término que
nos permita recuperar y remplazar el
sentido destruido por la desviación en el sintagma, lo cual quiere decir, por
otra parte, que la poesía no significa por sí misma y que su legibilidad
depende de la «prosa» que podamos extraer de ella. Para que la connotación
surja, nos dice Cohen, es necesario que la denotación desaparezca, olvidando
así que con-notación es,
precisamente, una significación que se suma a otra sin borrarla. Esto quiere decir que el sentido que la connotación da a
las palabras sigue conviviendo con su sentido denotativo. El discurso poético
se muestra así, por tanto, como una expresión sometida simultáneamente a dos sistemas (el del lenguaje prosaico, el del
poético) como una superdeterminación en la que quedamos «entre dos ‘normas’ y dos ‘lenguajes’, viviendo una significación
multidimensional».30 El nuevo sentido que las palabras adquieren
dentro de la estructura figural nunca borra del todo el que tienen fuera de
ella.
Esta significación constituida «entre dos normas» puede percibirse
claramente en el verso, que es retorno y linealidad al mismo tiempo, del mismo
modo que en el plano semántico. Una frase como «hierba de esmeralda» connota «hierba verde» y,
simultáneamente, denota «hierba de
esmeralda». Un sentido nunca suprime al otro, la figura concede así
espacialidad y opacidad al discurso, volviéndolo ambiguo pero también perceptible, pues lo dota de una forma.
De hecho, y a esto se niega Cohen inclinándose por la connotación como
finalidad de toda poesía, la reducción de todas las figuras, tal como sucede
con la metáfora, puede establecerse en el sintagma, esto es, en el nivel mismo
de la desviación. Ello implicaría, por otro lado, concebir la reducción ya no
como connotación sino como redescripción.31 ¿Por qué no aceptar que al decir «hierba de esmeralda» el poeta nos está
enseñando efectivamente a ver como de esmeralda la hierba y está redescribiendo, al mismo tiempo,
una parte de la realidad al otorgarle una existencia poética? Si el poeta sólo
quiso decir «hierba verde», ¿por qué no lo dijo entonces? Del mismo modo, un enunciado
como «reparar lo irreparable» no significa «intentar reparar lo irreparable». Ocurre ahí que lo irreparable, por obra de la poesía y más allá de la paradoja, adquiere la
posibilidad de ser, justamente,
reparable. El cambio de sentido implicado por la poesía no consiste en un
retorno a la prosa, sino en una transformación auténtica de la lengua y, en
consecuencia, de nuestro modo de percepción de la realidad. El sentido que la
poesía construye, por lo tanto, no es connotativo sino redescriptivo.
Una perspectiva tal, por otra parte, implicaría concebir desviación y
reducción –tal como ya lo habíamos anunciado a propósito de la metáfora– no
como dos tiempos, sino como dos caras
–simultáneas y correlativas– de una misma moneda, como dos puntos de vista respecto a un mismo hecho: el enunciado
poético. La poesía es desviación, negatividad, bajo la mirada de otro discurso
como la prosa; bajo su propia mirada, en cambio, ella misma constituye una
inteligibilidad: un sentido y una referencia. La poesía puede ser descrita como desviación, pero sólo
puede ser explicada como redescripción.
Toda figura implica no sólo un acrecentamiento sino una innovación de sentido, del cual el concepto de connotación no
da cuenta. «Hierba de esmeralda» evoca o simboliza,
pero de ningún modo significa «hierba
verde». La significación no puede ser sino literal. Es la simbolización la que
es infinita. La figura, antes que connotar o simbolizar, denota.
El enunciado «hierba verde» es la traducción de «hierba de esmeralda»
sólo si convenimos que algo se ha
perdido con esa traducción. Esto que se pierde no sólo es la forma sino la significación poética –la sustancia– que
reside en ella: el nuevo modo de ver los
objetos que toda figura nos plantea y la nueva referencia que se revela a
partir de él. La poesía es un lenguaje intraducible justamente porque su
significación es inseparable de su forma. Por esta razón, es un lenguaje
destinado a hacerse reproducir (recitar) respetando esa forma. Decir que la poesía tiene sólo un fin
connotativo, un valor ornamental o subjetivo, es tanto como afirmar que se
trata de un discurso cerrado sobre sí mismo, y que nada nuevo puede decirnos ni
enseñarnos acerca de la realidad.
La poesía no connota: redescribe
el universo.
Notas
1. Resulta
significativa en este sentido la sorpresa que causó a San Agustín descubrir a
San Ambrosio, su maestro, leyendo en silencio, según lo registra en sus Confesiones, anécdota que pone en evidencia el carácter inusual de esta
práctica en el siglo IV.
2. Cohen, Jean, Estructura del lenguaje poético, Gredos, Madrid, 1970. (Biblioteca
Románica Hispánica, II. Estudios y Ensayos, 140). La expresión es de Mallarmé,
el autor la retoma en este trabajo para sus propios fines teóricos.
3. Aristóteles, Rhétorique, citado por Ricoeur,
Paul, La metáfora viva, 2a. ed.,
Cristiandad-Trotta, Madrid, 2001, p. 28. Cursivas mías.
4. Cohen, op. cit., p. 50. Cursivas mías.
5. Aludo aquí a «traducir» en el sentido
de «interpretar» o «parafrasear», que es el que generalmente le ha otorgado la
teoría literaria.
6. Cohen, op. cit., p. 47.
7. «Azur bleu»,
citado por Cohen, ídem, p. 140.
8. Huidobro, Vicente, Poesía y poética (1911-1948), Alianza, Madrid, 1996, p. 301 (El
libro de bolsillo, 1788).
10. La lengua a la que se refiere Cohen, por cierto, es el francés, pero estas observaciones pueden ajustarse al español, donde el epíteto generalmente también se pospone. 11. Es en la argumentación científica
donde todos los elementos están dados para
garantizar una actualización eficaz del proceso comunicativo (claridad del interlocutor, transparencia denotativa,
univocidad de los conceptos utilizados, etcétera).
12. Huidobro, Vicente, Altazor. Temblor de cielo. Cátedra, Madrid, 2001, p. 55.
13. Ello confirma que
la poesía sólo puede ser concebida como desviación a los ojos de cualquier otro
tipo de discurso. Bajo su propia mirada, en cambio, ella misma constituye una
inteligibilidad, una transformación auténtica del sentido.
14. Cohen observa
que el surrealismo, que confió muchas de sus composiciones a la escritura
automática o incluso al azar, cayó con frecuencia en la creación de frases
absurdas. Y afirma: «una frase como ‘la
ostra del Senegal comerá el pan tricolor’ únicamente es poesía si a priori se ha decidido confundir a ésta con el
absurdo». Hay que tener en cuenta, sin embargo, que uno de los
procedimientos de creación de imágenes surrealistas consistía precisamente en
la «negación de la figura». Una expresión como «mama de cristal» sólo es surreal si rechazamos la reducción, tal
como la entiende Cohen (sustituyendo «mama» por «garrafa») y adoptamos una lectura exclusivamente literal. Ahora bien,
si por un lado se trata de un enunciado absurdo, por otro, ¿no estamos ante un modo original de dar cuenta de un
determinado objeto? ¿No podría concebirse la reducción como un «modo original
de percepción» y no como un simple «remplazo» de un término por otro? Ésta será
la tesis que desarrollaré en lo sucesivo.
15. Dorra, Raúl, La literatura puesta en juego, UNAM, México, 1986, p. 79.
16. Cohen, op. cit., p. 199.
17. Neruda, Pablo, «Oda a la cebolla», Antología fundamental, Andrés Bello, Santiago, 2000, p. 214.
18. Bonati Martínez, Félix, «Algunos
tópicos estructuralistas y la esencia de la poesía», La ficción narrativa. Su
lógica y ontología, 2a. ed. Santiago: LOM, 2001, p.23.
19. Genette se
ocupa minuciosamente de todas ellas en “Langage poétique, poétique du langage”,
ya citado.
20. Martínez
Bonati ha observado así que Cohen no distingue entre «poesía» y «poesía
lírica». Martínez Bonati, op.
cit., p. 24.
21. Todorov, Tzvetan, «Synecdoques», Sémantique de la poésie, Seuil, Paris,
1979, p. 9.
22. Dumarsais, César. Traite des tropes, Nouveau Commerce, Paris, 1977. La primera edición es de 1730.
23. Todorov, op. cit., p. 9. Traducción
mía.
24. Fontanier, Pierre, Les Figures du discours,
Flammarion, Paris, 1977.
25. Raúl Dorra sostiene, sin embargo, en una
addenda dedicada a la catacresis, que si bien un término como «pata» no parece
estar sustituyendo a otro en la
expresión «pata de la mesa», podemos pensar de cualquier modo que al
seleccionarlo se ha implicado la analogía entre la mesa y un animal cuadrúpedo. El proceso de transposición –la figura–
radicaría en la relación establecida entre mesa y cuadrúpedo, donde aquélla se
convierte en figura de éste. Y la misma observación es válida para nuestro
ejemplo. «Alas» en «alas de avión» no
está en sustitución de término alguno, pero la analogía entre «ave» y «avión»
resulta, de todas formas, evidente. Dorra,
Raúl, La retórica como arte de la mirada,
BUAP-Plaza y Valdés, Puebla, 2002, p. 130.
26. Fontanier,
Pierre, Les figures du discours, citado por Cohen, Jean «Théorie de la Figure», Sémantique de la poésie, Seuil, Paris,
1979, p. 115. Traducción
mía.
27. Fontanier, op. cit., p. 64. Traducción
y cursivas mías.
28. Cohen llega a esta
precisión en un trabajo posterior a Estructura
del lenguaje poético. Ahí el autor deja de concebir definitivamente la
metáfora como desvío paradigmático para entenderla exclusivamente como reducción de desviación. La metáfora, nos dice, no es desviación, sino reducción de la desviación.
Conservaré aquí, sin embargo, la caracterización de la metáfora como desviación paradigmática, pues ésta hace
viable la idea de la figura como auténtica transformación de la lengua. Dicha idea es rechazada por Cohen al dar a la figura poética
un valor exclusivamente emotivo, esto es, connotativo. La metáfora también es
desviación, pero no en tanto «desestructuración» –hay que insistir en ello–,
sino en tanto transformación, es
decir, como apertura del paradigma y
productora de nuevas significaciones. El
lenguaje de la poesía. Teoría de la poeticidad, Gredos, Madrid, 1982.
(Biblioteca Románica Hispánica, II. Estudios y Ensayos, 322), pp. 18-19.
29. Dorra, op. cit., p. 135. Cursivas mías.
30. Martínez Bonati, op. cit., p. 24.
31. Es Paul
Ricoeur quien desarrolla y defiende esta idea en La metáfora viva, 2a. ed., Cristiandad-Trotta, Madrid, 2001.
Referencias bibliográficas
Cohen, Jean, El lenguaje de la poesía. Teoría de la
poeticidad, Gredos, Madrid, 1982.
(Biblioteca Románica Hispánica, II. Estudios y Ensayos, 322).
___________, Estructura del lenguaje
poético, Gredos, Madrid, 1970. (Biblioteca Románica Hispánica, II. Estudios y Ensayos, 140).
___________, «Théorie de la Figure», Sémantique de la poésie, Seuil,
Paris, 1979.
Dorra, Raúl, Hablar de literatura, Fondo de Cultura
Económica, México, 2000.
___________, La
literatura puesta en juego, UNAM, México, 1986.
___________, La retórica como arte de la mirada,
BUAP/Plaza y Valdés, Puebla, 2002.
___________, «¿Para qué poemas?», Crítica, núm. 90, diciembre de
2002-enero 2003, pp.57-69.
Dumarsais, César, Traite
des Tropes, Nouveau Commerce, Paris, 1977.
Fontanier, Pierre, Les Figures du Discours, Flammarion, Paris, 1977.
Genette, Gérard, Ficción y dicción, Lumen, Madrid, 1993 (Palabra Crítica, 16).
______________, «Langage Poétique, Poétique du langage»,
en Figures II. Seuil, Paris, 1969.
Huidobro, Vicente, Poesía y poética
(1911-1948). Alianza, Madrid, 1996 (El libro de bolsillo, 1788).
Martínez Bonati, Félix, La ficción
narrativa. Su lógica y ontología,
2a. ed., LOM, Santiago, 2001.
Neruda, Pablo, Antología fundamental, Andrés Bello, Santiago, 2000.
Ricoeur, Paul, La metáfora viva, 2a. ed., Cristiandad-Trotta, Madrid, 2001.
___________, Teoría de la interpretación.
Discurso y excedente de sentido, 6a. edición,
Siglo XXI/Universidad Iberoamericana, México, 2006.
Todorov, Tzvetan, «Synecdoques», Sémantique de la poésie, Seuil, Paris, 1979, pp. 7-26.
|